Durante toda la Edad Media cristiana y el Renacimiento,
el paisaje se concibe como una obra divina y su representación hace referencia
a su Creador. En la pintura occidental, la representación realista del paisaje
comenzó dentro de las obras religiosas del siglo XIII. Hasta entonces, las
representaciones de la naturaleza en el arte pictórico había sido arquipica:
líneas onduladas para el agua o festones para las nubes. Fue Giotto el primero
que abandonando los precedentes modelos bizantinos, sustituyo el fondo dorado
de las imágenes sagradas por escenarios de realidad. Aunque autores como
Boccaccio alabaron su realismo de Giotto, lo cierto es que no dejaban de ser
muchas veces representaciones simples: un árbol representaba un bosque, una
roca una montaña. Poco a poco, a lo largo de la Baja Edad Media, la atención a
esos retazos de naturaleza que aparecían en las escenas sagradas o míticas fue
ampliándose, pero su carácter secundario lo revela el hecho de que muchas veces
se dejaba a ayudantes, como ocurre en la anunciación florentina de Fra
Angélico. Dentro del estilo italo-gotico, Ambrogio Lorenzetti supero la
representación topográfica para crear auténticos paisajes dentro de sus
alegorías del Buen y del Mal Gobierno en el Palacio Comunal de Siena, al estudiar
las horas del día y las estaciones. La pintura gótica-flamenca se caracteriza
por su “realismo en los detalles”, conseguido en gran medida gracias a la nueva
técnica de la pintura al óleo, entre los aspectos a los que se prestó más
atención y realismo estuvo el paisaje, tanto natural como urbano. Cabe citar, a
este respecto, el plano del fondo de la virgen de Canciller Rolin, autentico
paisaje en el que se detalla un jardín, más allá de un rio y a los lados una
cuidad contemporánea del pintor.
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